domingo, 22 de junio de 2008

Sin techo en Zaragoza - Marcial y José Miguel


Marcial recuerda que nació en el 64 pero no cuánto lleva en la calle. Te recibe entre sus cachivaches y se acerca a interesarse por lo que te trae hasta ellos. Educado y en silencio, con su gesto y sus manos agradece la atención.

Es bajo y escuálido y siempre acostumbra a elegir bien sus complementos. En los días fríos o cuando llueve, usa su carismática boina negra, la misma que ahora posa en lo que correspondería al cabecero de lo que le sirve de cama. Hoy, día soleado, lleva una gorra roja.


Marcial no se queja de su suerte. Camina entre horas con paso alegre por Vía Hispanidad, y mira los contenedores de basura de reojo.

Dice que “no le falta de nada”.

“Para comer, de vez en cuando vienen matrimonios de excursión, pasan la valla y nos dejan comida en “cajicas” que nos dura para toda la semana”.

Marcial lo cuenta avergonzado, como si se arrepintiese de aprovechar los cuidados desinteresados de esa gente anónima. Si a eso de las dos no tiene nada, acude al convento de Vía Hispanidad, donde nunca fallan:

“¡Nos bajan latas de comida caliente y todo!


Hace unos meses estuvo muy enfermo. Un día llegó la policía y una ambulancia, y le llevaron al Hospital Clínico Universitario Lozano Blesa. Dice que todo el mundo le trata con respeto y atención. “¡Hasta la policía!”.

“Vienen los nacionales, los locales o incluso la secreta. Paran y nos preguntan que qué tal estamos o si necesitamos algo. Luego se van”.

Matías ha trabajado como carpintero, recogiendo fruta o en la vendimia.

“Estuve más de dos años trabajando en Tudela. ¡Si hasta me apadrinaron ahí!”



Cuando preguntas los “cómos” a un sintecho, uno espera oír apatía y lamento. Pero Marcial contesta a las preguntas con una sonrisa y habla pausadamente, destilando calma y confianza.

Intimida encontrar tanta vida rodeada sólo de penuria. Sólo baja su mirada verde brillante y sube los hombros cuando le preguntan sobre “lo que pasó”.


Mientras hablamos, José Miguel, su compañero de calle, mira a otro lado sentado a unos metros, ausente.

Marcial le señala con un movimiento de barbilla. Resignado, murmura:

“No sé si querrá hablar contigo”.

José Miguel acaba de hacer sus necesidades a menos de diez metros de donde ahora se sienta a mirar una pequeña fogata. Concretamente, entre un anuncio de La Semana Fantástica de un establecimiento y otro del mandamás político de turno. Paradójico.

Ahora, su mal pulso le hace temblar mientras sentado mientras fuma y tose hasta parecer ahogarse. Al fondo, bajo los ojos, tiene las ojeras hechas heridas.

Acepta las preguntas pero elude las respuestas, y parece tener miedo hasta de mirar.
Dice que sólo le “jode el mal tiempo”.

“Bueno y que hay veces que no tengo para el chato de vino o pa fumar”



Marcial excusa a su compañero dirigiéndome un gesto de negación y una sonrisa.

Tras despedirme y hacerme prometer nuevas visitas, Marcial me acerca los ojos verdes que presiden su cara arrugada y me susurra:

“Ven, te acompaño para salir. Allá adelante tenemos otro agujero en la verja. Así no tienes que dar la vuelta”.

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